
escriben Alicia Naput y Gustavo Lambruschini
Tras el receso de invierno, "los defensores del orden" en la UADER vuelven a hablar de "la defensa de la institucionalidad", lo que nos mueve a las siguientes reflexiones.
La política moderna. La pregunta por la Política sostenida en estos momentos, en que la experiencia cotidiana es la de la disolución de la polis, la del más descarnado enfrentamiento, la del sálvese quien pueda, remite en primer lugar al pacto entre individuos, "origen de lo social y lo político", en tanto dispositivo teórico, con el que la modernidad política pensó su orden, frente a la guerra de todos contra todos. Orden político nuevo, Estado, "constructo" necesario de la nueva sociedad burguesa y de la generalización de las nuevas relaciones sociales capitalistas, que a partir del siglo XVI habían disuelto irreversiblemente las formas comunitarias feudales.
Lo político se configuraba, entonces, como un ámbito con una legalidad construida a partir del pacto racional entre individuos libres e iguales (entidades que aparecían como reales y últimas) y como la ficción originaria que reemplazaba la idea de "la naturalidad" de lo social y de lo político de la Filosofía Política clásica y medieval.
Sin embargo, la tradición moderna pensó, no sólo la restitución del orden a partir de la idea de un pacto voluntario o contrato, sino también la Revolución, esto es, la promesa de un orden nuevo y más justo, "la conquista del Reino de la Libertad"1: el nuevo orden, creado por un pacto entre iguales, para la Libertad y la Igualdad. A veces, el contrato vale incluso como una metáfora de la Revolución.
Esta tradición pues produjo y pensó así el Estado Moderno (el orden) y la Revolución (la invención del orden). Lo político y la política modernos, como espacios teórico-prácticos, se habrían constituido (en el contexto capitalista y en consonancia con la aparición de la democracia y la ciudadanía modernas) en la doble tensión invención-mantenimiento de "el orden", esto es, entre la acción constituyente, sustentada en una práctica socializante, y la impronta utilitarista y privatista asentada en una práctica movida por el interés individual, entendido como interés privado. En uno y otro caso (las dos "almas" del contrato) queda claro que la política supone la discusión de la Ley y ello exige sujetos dispuestos a interrogarse acerca de la legitimidad del orden, esto es, que asumen el desafío de atreverse a pensar por sí mismos, como lo expusiera Kant.
La Educación Pública. La Educación pública es heredera de esa doble alma del contrato2. Ciertamente, conservar o preservar un orden, el que la burguesía ha logrado constituir como hegemónico; pero también, y paradójicamente, la Educación pública se enuncia o presenta a sí misma como la que encarna el proyecto moderno de la autonomía, esto es, formar sujetos que piensen por sí mismos, reflexivos y críticos respecto de la cultura heredada, conforme al principio de educar al soberano. Es que el orden que la Educación pública debe preservar, se funda en la retórica de la Libertad, la Igualdad y la Fraternidad, y en una institucionalidad que se autofunda a sí misma, es decir, en una institucionalidad hija de la Revolución o, lo que es lo mismo, hija de la certeza, de que las instituciones son productos o inventos humanos. De lo que se sigue que, así como fueron construidas, pueden ser cuestionadas, reconstruidas o rehechas. Y de eso se trata la Política: cuestionamiento del orden para actualizar o para la actualización de la contingencia de la igualdad.
En ese contexto concebimos a la Educación, entonces, como aquella práctica que participa de la tarea política por excelencia: la emancipación de los sujetos; tarea capaz de volverlos lúcidos respecto de sus deseos y de la realidad, críticos y responsables de sus actos. De este modo, la Educación sería constitutiva de la política como emancipación. Es claro que la Educación así concebida no es necesariamente parte de las "instituciones educativas" (de facto), pero es claro también que tener presente este horizonte emancipatorio (de derecho), de preservación y de desarrollo de los gérmenes de autonomía encarnados en los sujetos, permite distinguir, cuándo las acciones que se erigen en "defensa de la institucionalidad", defienden la Educación; y cuándo -lisa y llanamente- la restauración de "el orden".
Creemos que la defensa de la institucionalidad debiera comprenderse como la defensa de la voluntad autónoma de darse un orden, esto es, una voluntad sin tutelas. Un orden que pueda albergar la Educación, es decir, un orden cuyas autoridades sólo se legitimen en la potencia de educar, de hacer crecer la Cultura (Bildung) y la Libertad-consciente-de-sí. Y ello exige formas reconocidas de legitimar la autoridad de los maestros, que renueven cada vez en los estudiantes la confianza en ellos como sujetos en condiciones de ofrecer, no un saber inconmovible, sino un lenguaje y unas formas de interlocución con las tradiciones culturales, con los saberes científicos y políticos. Maestros, porque encarnan un saber que en el gesto de ofrecerse, habilita la interpelación; porque, a la vez que se expone, enseña a cuestionar aquello que elude el debate público. Tal vez por esto el Manifiesto Liminar de la Reforma Universitaria de 1918 recobre su fuerza de mito fundante que aún habla a los oídos de los estudiantes de la UADER; allí donde reconoce como maestros a aquellos sujetos que se constituyen como tales en la relación con los estudiantes y con un saber. En la actualización de ese vínculo se vuelven maestros, porque encarnan una relación, no hostil sino vital y "amorosa", con el saber y en/con ella la promesa de la humanización que no pide subordinación y que, por el contrario, habilita la Libertad (Esa masonería de la esperanza que se renueva cada año, al decir de Steiner). Una comunidad educativa autónoma, queremos sostener, afirma su condición, preguntándose por las condiciones de posibilidad de la educación, eso es, de aquello que merece tal nombre.
Allí donde la voluntad autónoma instituyente es desconocida o negada, reviven la amenaza y el miedo como sostén y garantía del orden institucional, un orden que en el abandono de la acción política sólo puede remitir -en su restauración- a "el pacto de subordinación".
Quienes formamos parte de las Universidades Nacionales sabemos de estos abandonos, de estas defecciones. Hemos convivido, más o menos conflictivamente, con el triunfo del "imperativo de evitar lo peor" (que siempre escondió mal la amenaza de la exclusión) en la lógica política de los años ’90; lógica que como sabemos largamente, constituyó la forma más eficaz de reproducción del orden existente. En la afirmación de esa lógica vimos consolidarse: programa de incentivos, categorizaciones, reválidas de cargos docentes, acreditaciones, etc. Esto es: vimos retroceder la autonomía (y lo hemos denunciado), mientras avanzaba la subordinación de la mano del imperativo de la supervivencia (o la inclusión, que es una forma de sobrevivir en el orden).
Por ello, los docentes universitarios nos sentimos compelidos a intervenir en el presente conflicto de la UADER, en el convencimiento de que se trata de una oportunidad histórica de actualizar la autonomía en un gesto fundacional o re-fundacional, que abandone, en beneficio de la voluntad instituyente, la triste convicción, de que a los universitarios sólo nos está dado defender, de manera más o menos decorosa, la supervivencia en la forma de empleo, estabilidad o continuidad institucional.